(Llamo día festivo al de hoy por entender que lo que aquí publico no encaja con la venenosa rutina de mis aguijones. Es una reseña sobre un libro de versos. Vale la pena).
Quiero hablar de un libro de poesía que fue opera prima y canto del cisne al mismo tiempo. Su autor es un hombre que fue poeta. Es joven, pero colgó la pluma hace tiempo, en una decisión radical semejante a la abrupta deserción de Rimbaud del mundo de las letras (y de la moral). Su título es Los quejigos prohibidos. Su autor, Diego Javier Domínguez García, es una persona rebosante de cultura y sensibilidad que ha tenido las agallas de cumplir en su vida el beatus ille. Vive, en efecto, en un paradisiaco menosprecio de corte y alabanza de aldea o, si así quiere llamarse, un paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un rincón secreto de la serranía rondeña cobija el retiro casi eremítico de este poeta inactivo (también hay volcanes inactivos), en una casa rodeada de encinas centenarias y sierras escarpadas de donde brota el agua a raudales.
Su libro es una muestra a ratos conmovedora, a ratos desgarrada, de un paulatino proceso de desesperanza, de una pérdida de fe en los sueños, en el mundo de la fantasía, que a ratos se identifica con la niñez irrecuperable. En los poemas, generalmente breves, aparece la confrontación entre dos mundos: la oscura realidad y el irisado ensueño. Cada mundo está expresado mediante una tupida red de símbolos: arañas, cuervos, hormigas, buitres, brujas, desiertos, relojes e inviernos encarnan lo real; mientras que la fantasía se materializa en mariposas, quejigos, luciérnagas, amapolas, otoños, hadas, ríos, bosques y sonrisas.
Enjambres de arco iris se debaten ruidosos
para ahogar el reflejo de los buitres oscuros.
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Y el barco de papel que robé a los niños
se deshace sobre el barro de la orilla.
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Pero las mágicas botas de siete leguas
duermen en el fondo del arcón cerrado.
Tan profusos son estos símbolos que el libro constituye por sí mismo una suerte de ente mitológico, con una trabazón y una coherencia internas en que un poema explica al otro y, a su vez, propone un misterio que nos adentra en un bosque frondoso, pero penetrable. Es, como quería su autor, un quejigal prohibido que recuerda al Lorca más simbólico y desgarrado.
Quiero olvidar que en un día
amanece solamente una vez.
Esta verdad, que en otros poetas sería el comienzo de un jubiloso y guilleniano canto a la existencia, se convierte en Diego Javier en la desoladora consignación de que no hay segundas oportunidades, y que cuando los sueños se esfuman, no vuelven a presentarse:
Y los últimos sueños del otoño amable
emigran al norte con su hatillo remendado.
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Ahora el paisaje se viste de piedras altivas
y el musgo se marchita sobre mi trono.
Es esta desolación la que enmudece la voz poética en su garganta, pues la poesía era el último refugio de las fantasías infantiles:
El eco gime en el fondo del acantilado
recitando poemas que ya no dicen nada.
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Y a la luz del quinqué escribo las cartas
que nunca mandaré a los Reyes Magos.
Con todo, el poeta no cierra la puerta a la esperanza:
La verde esperanza me besó en la boca
y a la luz del quinqué pinté poemas
y recordé que tenía algo que decirte.
Los quejigos prohibidos (explícito homenaje a Cernuda, otro hombre cuya expresión poética se debate entre la realidad y el deseo) es un cuento exuberante, la narración lírica y demorada de una pérdida. Al leerlo, tiene uno la sensación de adentrarse en un bosque tupido y legendario donde el protagonista se pierde. El mitológico arco iris de hielo que unía el Walhalla con el mundo se ha derretido y no hay posibilidad de evasión. Solo queda morir entre tinieblas.
Diego Javier dejó de crear belleza con las palabras; ahora lo hace con las flores, entre los coloridos hibiscos que ahora son el pan de su alma. No sabemos si volverá a escribir un verso más, pero sigue viviendo en la pura poesía de las flores, de los tallos verdes, de las raíces... ¿No es ahora más poeta que nunca?
No quería renunciar a copiar íntegramente uno de sus poemas, uno de los más desgarradores y expresivos de la pérdida:
Se pierden las escaleras en el umbral de viento
y arrastran pesetas entre los muros de zarzas.
Despertó La Bella Durmiente sedienta de sangre.
¿Dónde huiremos? ¿Qué haremos?
Se derrite el puente de arco iris congelado
y levitan las hormigas sobre nuestras cabezas,
desnudan la pantalla los rescoldos húmedos
y danzan las brujas en la salita de casa.
¿Cómo podremos anclarnos en los regajos sin duendes?
¡Ay, cómo duelen los pétalos de margaritas!
¡Cómo escuecen los renglones de risas pasadas!
Pero Dios se fue a las rebajas del Corte Inglés
y los sueños se colgaron boca abajo en el arco viejo.
¿Dónde huiremos, sombra mía? ¿Dónde huiremos?