miércoles, 4 de octubre de 2017

El Fabulazo o la fábula de fábulas

Continúa el  Fabulazo:

Érase una vez un joven
de talante hipocondriaco.
En su juicio no cabía
más que un juez sin abogados
firmando penas de muerte
a sí mismo a cada tranco.
Cualquier tos era un verdugo
previniéndole un hachazo;
cualquier estornudo un virus
con dos tibias bajo un cráneo;
cualquier afección del pecho,
la inminencia de un infarto;
cualquier jaqueca, un tumor
con el radio de un semáforo.
Alérgico a los miasmas
de este cosmos contagiado,
¡qué de veces anheló
la caricia de un disparo,
los bajos de un coche a cien,
la voz de un dinamitazo,
la estatura de un viaducto
o el beso del gas butano!
Él, que temblaba ante el nombre
de una fiebre o de un catarro,
cavaba su hoyo con tal
de no tener que esquivarlo.
Como sus miedos rehuían
toda suerte de contacto,
su familia desvelada
le aconsejó un matasanos
(a él, que estaba tan grave,
no le haría ningún daño)
que le tratase esos miedos
en un diván acolchado.
El aprensivo aceptó
por temor a algún colapso
nervioso si discutía
más con sus padres y hermanos.
Llegado el día, salió
a afrontar como un Elcano
los peligros de la calle,
no surcada hacía dos años.
Su alma era toda flan,
su vista toda cuidados,
su pecho todo accidentes,
su oído todo frenazos.
Su mente, más que sus ojos,
sólo veía cadalsos:
baldosas zancadillosas,
ladrones a navajazos,
polución, alcantarillas
boquiabiertas, atentados
terroristas, atropellos,
estratosféricos áticos
con tiestos paracaidistas…
Todo batido en un plato
de ambulancias de merengue
con las claras de sus rancios
huevos a punto de nieve.
Cuando llegó al matasanos,
sólo quería morirse.
Y eso fue de lo que hablaron
el enfermo y el psiquiatra
su primer día de autos;
los demás sólo añadieron
más deudas al calendario
y más ganas de agenciarse
un nicho en el camposanto.
No comía, no dormía,
y hacía vida en el baño
bien por miedosa ultrahigiene,
bien por sentirse tentado
cada tres cuartos de hora
de morir senequizado.
En sus ratos más felices
elaboró un suicidiario
con variopintas maneras
de firmar su abintestato.
Y todas las madrugadas
que se pasaba velando
cavilaba cuál de ellos
podría llevar a cabo.
El psiquiatra, que hasta entonces
anduvo desorientado
por la intrincada sesada
del joven sanmartinado,
creyó dar con el indulto
prescribiéndole este fármaco:
«Suicídate cada noche».
Y el paciente le hizo caso.
Así, cada medianoche
se quedaba suicidado
durante unas ocho horas,
y en ese mortal letargo
ya no había enfermedades,
vértigo a los catafalcos,
ambiciones de esqueleto
ni relojes sin descanso.
Con el sol resucitaba
volviendo a los subterráneos
de la vida, pero habiendo
reposado de aquel fardo
durante su muerte. Y siempre
que hacía el papel de Lázaro,
volvía al sol con un cuerpo
algo menos putrefacto.
Y fue con esta terapia
de suicidarse a diario
como amó de nuevo el mundo
y despidió al matasanos.
El tratamiento infalible
para ahuyentar el fracaso
es esa muerte en raciones
que llamamos sueño. El daño
más feroz, el mal de alma
más sin cura hallan su bálsamo
en esas mudas regiones
que se esconden tras los párpados.
Una de sus madrugadas
el antiguo hipocondriaco,
justo antes de despertar,
tuvo un sueño muy extraño:


      Los dos fabulistas

Había dos hombres vestidos
a la usanza dieciochesca.


Para mañana, la tercer parte.



4 comentarios:

  1. Me has dejado con la miel en los labios...

    ResponderEliminar
  2. Yo cada año que pasa me siento más hipocondriaco. Será cosa de la edad.

    ResponderEliminar