La característica que en este es defecto en aquel es virtud. El silencio que en el sabio se alaba se tacha de ignorancia en el sosaina. Así lo siente Alacrón en esta fábula titulada El narigón y el tucán:
«¡Narizotas, narizotas!»,
se mofa aviesa y mordaz
toda la chiquillería
cuando avista a don Tomás,
un vecino cascarrabias
que era de napias tomar.
«¡Ya os daré yo para el caldo!»,
amenaza el carcamal
y entra en la pajarería
por alpiste. Cuando está
entre tanto pajarraco
y entre tanto gorjear,
don Tomás no da importancia
a aquel burdo quién da más
de vituperios y burlas,
pues los palos y la edad
lo han resignado al volumen
de su apéndice nasal.
Pero le crispa los nervios
ver a un pomposo tucán
que exhibe un pico que llega
desde Creus a Trafalgar
y que, lejos de achantarse,
está expuesto en el cristal
de la tienda. Para colmo,
tiene un serrallo simpar
con tres o cuatro tucanas
que lo llaman majestad.
Don Tomás, un día de éstos,
lo tiene que estrangular.
Porque sienta mal que el punto
que en ti tachan de lunar,
en otro lo llamen sol
y lo traten como a un zar.