domingo, 8 de octubre de 2017

Fabulazo (VII)

Única fábula del Fabulazo sin rima:

Los dos caracteres

Yo vivo en la ciudad, y algunas veces
me escapo al campo, como hoy. Mi dueña
me lo consiente: es muy sensible, y tiene
una vasta cultura. Eso me hace
ser tan locuaz y espabilado: aprendo
de oírla hablar como ella de leer,
porque es bibliotecaria. Por las tardes,
a partir de las cuatro va a sus libros,
y allí pasa las horas entre estantes,
papel y letra impresa. 
     Defendida
por un macizo mostrador, no gasta
mucha saliva en atender a aquéllos
que andan perdidos, pues prefiere el trato
no inquisidor de la lectura. Lee
y escucha sin parar. Es fabuloso 
que un escritor se te confiese entero
y que, sin exigirte a ti lo mismo,
te absuelva del dolor y la tristeza.
Su faz son las dos páginas de un libro
abierto en cuya simetría blanca
hay garrapateados unos ojos,
una nariz y una sonrisa tímida.
Con la armadura de sus gafas crea
un baluarte inexpugnable a salvo
de ojos venablos. Hasta hará unos meses
no había mano humana con permiso
para poder quitarle aquellas gafas
salvo la de ella misma y su oculista.
No conocía hombre. Sus pulmones
jamás habían respirado a dúo
con otro par. Las frases más ardientes
oídas de la voz de un hombre eran
de Bécquer. Y la suavidad más dulce
sentida por su mano, el papel biblia.
Pero una vez se enamoró. Era tarde,
porque eran ya las ocho menos cuarto
y ella tenía treinta y nueve años.
No era un buen día para el libro. Pocos
amantes de las letras retozaban
con Gutenberg a solas. El silencio,
pese al escaso público, era menos
respetado que ayer. 
            Una persona
vino a escribir entonces el segundo
capítulo en la historia de la vida
de mi dueña eremítica. Fue un hombre
que recaló en la biblioteca a causa
de la casualidad o de su moto,
puesto que era un auténtico motero.
Ya talludito, en la tostada cara
llevaba las arrugas del asfalto,
gafas de sol con montadura en plata,
un pañuelo por casco en la cabeza
y una canosa y quijotesca barba
debajo del bigote hirsuto y negro.
Con botas imponentes y blindadas
a pura hebilla, el perdis entró en cueros
llenos de sebo caballar y dijo:
«¿Alguna Historia de las Motos, guapa?».
Con nerviosas y rápidas miradas
del libro que leía hacia las gafas
ilegibles y negras del motero,
«En la sección Deportes, el pasillo
noveno a la derecha», balbució
la gris bibliotecaria. «¿En los deportes?
―replicó atónito y airado―. ¿Y cómo
no están en la sección Filosofía?».
Así empezó una charla que duró 
tres meses. Ella como un grajo, y él
como un pavo real, hicieron nido 
en el asiento de la Harley Davidson
donde él tenía el corazón. A rastras 
del nómada trasero de su novio,
mi dueña renunció a leer poesía
los fines de semana en su butaca;
renunció a suspirar en las barandas
del alba ante el adiós de las estrellas;
a tocar al piano los arcanos
de su alma de Murano; a hacer rebecas
de punto; a beber zumos combinados
de plátano, manzana, pera y uva;
a tomar té en cafés con terracita;
a cenar con películas sensibles;
a enseñarme a cantar La donna é movile;
a ir a mujeriegas en las motos;
y a guardar en secreto pudoroso
sus citas mensuales con la luna.
En cambio, por amor a su motero,
consintió en acudir a los encuentros
de locos como él de punta a punta
de España; en pasar días a horcajadas;
en tolerar y hasta alabar los negros
tatuajes macabros de sus brazos;
en beber a gañote de las mismas
botellas que él pringaba; en tragar humo
nicotinado; en aplastar su pelo
con cascos asfixiantes; y en nutrirse
de gasolina y restaurantes malos.
Su asilvestrado conductor no daba
pie casi nunca a la emoción, al vuelo
del sentimentalismo dulce y ñoño
al que tan inclinado era mi dueña.
La pobre, que así al pronto, al conocerlo,
había sido herida por la fuerza
mortal de la metralla de Cupido,
sintió que a la detonación primera
le sucedió un pitar en los oídos
agudo y persistente, y encontraba
un agrio olor a pólvora en el alma.
Por más que se esforzaba en hallar minas
de áureo lirismo bajo el gris pellejo
del mototauro, siempre se topaba
con el infranqueable portal doble
de sus gafas a juego con el cuero.
Y a lomos de su potro a motor-tura,
kilómetro a kilómetro apuraba
la sed sin marcha atrás de los frustrados.
¿Y qué iba a hacer con él, un guedejoso
varón cuyos andares delataban
la orfandad del jinete sin su bestia
y que afirmaba a fuer de taciturno
que el ruido del motor era su lengua?
Un día, sin embargo, mientras iban
por una carretera comarcal
pareja al río Duero, con la plata
de la rechoncha luna dibujando
los contornos, detuvo sus caballos
para sorpresa de su dueña. «¿Paras?»,
le preguntó. Pero él, sin decir nada,
la cogió de la mano (no solía),
se quitó al fin sus gafas (no solía)
y la ayudó a apearse (no solía)
mascando su tabaco (sí solía).
Subieron a un alcor lleno de álamos
desde el que divisaban el nocturno
curso del río, y bajo el blanco brillo
de Catalina, el misterioso novio
se despojó de camiseta y chupa
y le dijo a su novia: «Lee mi pecho».
La fiel bibliotecaria advirtió entonces
a los rayos lunares unos versos
que recorrían esternón abajo 
el pecho del motero. Un temblar dulce,
hormigosillo sacudió los forros
de todo el cuerpo de mi dueña. Y supo
en ese instante que jamás podría
dejar de amar a su varón poeta,
y vio un futuro sobre ruedas: versos
y carreteras, libros y carreras,
caucho y novelas para siempre unidos.
La moraleja no es que la apariencia
más vasta esconda un fondo delicado,
sino que la piedad no se da gratis,
pues si mi dueña me permite fugas
al campo, es porque sale de viaje
con su esposo los fines de semana.
Están enamorados: ella tiene
su moto propia y él su biblioteca.
Todas las noches, al mullir el tálamo,
ella le quita la camisa y lee
los versos tatuados en su pecho,
la historia concentrada entre sus poros:

continuará...


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