Creo que cualquier intento de crítica o de aproximación en prosa a la poesía del valenciano José Iniesta tendrá el efecto de un rebuzno en una escolanía, que quizás se acentúe ante la evidencia de que estas palabras que escribo no se refieren a su libro recién publicado en Renacimiento, El eje de la luz, sino al editado por la misma editorial en 2013, Y tu vida de golpe. Pero yo he descubierto el tesoro de su poesía en este título y de él quiero hablar. Cualquier opinión sobre el poemario —el salterio— adolecerá de la intempestiva inoportunidad de la prosa más opaca sobre el luminoso vitral de sus páginas. Hay una insuperable cadencia rítmica en su verbo, una métrica irreprochable y que fluye con la inevitable naturalidad de las confidencias. Una confidencia que es, a la vez, un himno, un jubiloso viaje interior por la naturaleza, o quizá debiera decir a la naturaleza, del mismo modo en que san Juan de la Cruz peregrina desde la noche oscura hasta los bienaventurados paisajes del Cántico espiritual. Esta filiación entre la búsqueda de san Juan y el hallazgo de Iniesta se hace explícita en el poema introductorio, La cosecha, que define la vida como una ruta en que andamos
sin otra luz ni guía
que la del corazón.
Una alegría de salmo sobrevuela los versos de su primera parte, En la sed de los surcos, que no buscan la trascendencia más allá de las nubes, sino a ras de suelo. Acepta la materia destruida, nos exhorta en De rerum natura. El poeta se identifica con la tarde, con el petirrojo, con la piedra, en un continuo deseo de comunión y perennidad:
Mi afán era tan sólo ser la vida
en medio de la luz consoladora.
Pero ese anhelo abarcador y panteísta mora en cántaros de barro, el barro con memoria:
Un dios en soledad está silbando
su canto fracasado en nuestra caña.
Dicha impotencia se expande y se amustia en el recuerdo de la vieja casa y de la madre, tema central de Los lugares vacíos, segunda parte del libro. Si en la primera parte el hueco que dejaban las cosas era motivo para el gozoso aprendizaje de la vida:
Acepta tu ilusión bajo la fronda,
la piedra ilusionada
de la vida en su hueco
La segunda parte percibe ese hueco como un desgarro irrestañable en la consignación de la orfandad materna:
¡Qué hueco tan amado
latiendo en tu sillón!
En la tercera parte, A cielo abierto, Iniesta retoma la fe en la vida que pasa, que tiene que pasar. Recorre los poemas la reiterada imagen del río manriqueño:
Tú has sido el discurrir de toda el agua,
el tránsito que suena mundo adentro.
Y de la mar:
Nos llama la extensión de lo vivido
desde el acantilado. [...]
Aquí ha sido el principio que será.
Aquí concluye el círculo del tiempo
cercando en el suceso del presente
la breve vastedad de la existencia.
La conciencia de la disolución se vuelve en los últimos poemas del libro consignación del fracaso, un triste palpar la realidad tras el paso del tiempo y la huida de los tiempos infantiles:
Ya nunca más será la claridad
del niño que era eterno
al darle forma
al barro prodigioso de sus días.
Sin embargo, el poeta no se deja vencer por el desaliento; una pieza fundamental en su entereza la constituye el amor:
De nuevo es el amor que me sostiene.
Por él estoy despierto y me levanto
en medio de la noche.
Y tu vida de golpe es un trayecto espiritual, un libro cuya lectura resulta una experiencia gozosa y —si despojamos a esta palabra de su raigambre ascética— edificante, una demostración de cómo la palabra puede hacer casi patente lo inaprensible, aunque Iniesta le niegue en alguna ocasión todo poder rescatador, pues las palabras:
solamente son la arcilla muda
en el quebrado cántaro vacío.
Y tu vida de golpe es, como dije al principio, un salterio en que cobra sentido la cita juanramoniana del comienzo, con esa aceptación (más que aceptación, asunción) de un panteísmo soluble y regocijado que celebra, sin lúgubres metafísicas,
la extraña enormidad del haber sido.